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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 10, número 485 · Madrid, 14 abril 1973 · 20 páginas

 

Socialismo y patriotismo

Por P. Echániz

Una de las más graves y más ciertas acusaciones que se hacen a los partidos políticos, aquí en España y en todas partes, es que, salvo raras excepciones, anteponen sus intereses particulares de partido a los intereses generales de la Patria. El partido socialista, o mejor los partidos socialistas, porque el fenómeno es universal, están marcados con esa infamia doblemente porque, además, niegan el concepto de Patria en beneficio de un internacionalismo clasista. Por eso, cuando no hubiera otras razones, deben los socialistas ser doblemente prohibidos y vigilados.

Su estrecha visión pan-económica de los fenómenos humanos alimenta permanentemente su peculiar interpretación, venenosa y falsísima, de la historia. De tal guerra, de tal victoria, de cualquier esfuerzo de un país cualquiera, siempre dicen que no fue al servicio de la nación, sino de unos cuantos ricos. Sobre este fondo de calumnia sostenida aparecen recrudecimientos esporádicos de la misma propaganda en cuanto en el devenir de las relaciones entre los pueblos surgen temporadas de tensión o meras fricciones.

Y asi estamos viendo circular sigilosamente, serpenteando por un clima de muy sana y robusta conciencia nacional, interpretaciones socialistas que en vez de ser despreciadas por su elementalidad y simplicismo, son precisamente por ello atendidas por gentes simples y elementales, despreciables en verdad si no fueran tan numerosas. Cuando se moviliza la opinión pública, y un Gobierno se yergue, revestido de autoridad moral, para defender a la Patria, los socialistas, que no ven más que el aspecto económico de la cuestión, y, además, mal. Insinúan que ese esfuerzo se hace solamente para beneficiar a cuatro empresarios cuyas riquezas están amenazadas por esas dificultades con los vecinos que hay que afrontar.

Luego resulta que no es verdad; que no se trata sólo de defender una industria, sino la soberanía nacional; que esa industria no es solamente de cuatro armadores, sino de centenares de ellos, la mayoría de la clase media; que no se les defiende a ellos aisladamente, sino a las empresas de las cuales son parte, las cuales comprenden, además, otras muchas partes que se benefician por igual de esa defensa, como son miles y miles de asalariados, que perderían sus puestos de trabajo y tendrían que emigrar si esas empresas se hunden; que esas empresas abastecen de un artículo de primera necesidad a cientos de miles de españoles que se quedarían de momento sin él, y más adelante lo tendrían que adquirir en peores condiciones y más caro, es decir, que el esfuerzo nacional sirve a otro gran sector del país; que el Estado extrae de la buena marcha de esas empresas gran cantidad de dinero en concepto de impuestos varios, dinero que se distribuye en el servicio y gerencia del bien común de toda la nación; y que el mismo Estado ahorra, gracias al buen funcionamiento de esas empresas, las divisas que tendría que invertir en importar el pescado que ellas ahora suministran.

Resulta, pues, que en cuanto se detiene uno a mirar las cosas serenamente cinco minutos, comprende que es mentira, que es calumnia, la tesis socialista de que los esfuerzos nacionales se hacen solamente en favor de cuatro ricos; se comprende en seguida que estamos ante algo mucho más extenso y mucho más complejo. Lo malo es que no es menos cierto el consejo de Voltaire: «Calumnia, que algo queda.» Y para que quede lo menos posible de ese crimen de lesa patria, conviene ser muy diligente en atacarlo de raíz.

 
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