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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 10, número 473 · Madrid, 20 enero 1973 · 20 páginas

 

Sexo, generación, familia

Por Álvaro D'Ors

Del todavía modesto, pero en gran auge, boletín de nuestro fraternal «Círculo familiar Vírgen del Camino», de Pamplona, transcribimos el siguiente artículo del catedrático don Álvaro D'Ors, magnífico en verdad, que bien merecería n lugar de honor en cualquiera de los rotativos sedicentes «católicos».

La fuerza del pensamiento revolucionario democrático, y del lenguaje que ha sabido crear y poner en circulación es tal, que los católicos no parecen capaces de sustraerse a su dominio, y, sin embargo, eso es precisamente lo que habría que intentar: discriminar muy radicalmente las aparentes coincidencias entre la defensa de la dignidad de los hijos de Dios y los tópicos de la revolución democrática. Si no se hace así, y se aceptan los mismos «carriles» trazados por la revolución, los católicos no harán más que colaborar inconscientemente con aquella revolución. Es muy difícil salir de unos «carriles» ideológicos que conducen tan fácilmente a las últimas consecuencias: lo que hay que hacer es no entrar en tales «carriles».

El núcleo de todo pensamiento revolucionario está en la negación de la filiación divina y afirmación de la autonomía absoluta del hombre. De ahi la afirmación a ultranza de la fraternidad humana y negación, aunque sea por silencio, de la paternidad de Dios, siendo asi que la fraternidad se funda precisamente en aquella filiación divina. Contra esta raíz del pensamiento revolucionario, de fraternidad sin paternidad, deberiamos afirmar la paternidad divina como fundamento de la fraternidad humana.

En el campo de la Teología, esta actitud de independencia respecto a nuestro Padre Dios se refleja en una capciosa exaltación de la caridad entendida como interhumana y en un olvido de fe, siendo así que cuando la caridad sea principal, y sea la única que subsistirá en el cielo, esta caridad depende actualmente de la fe, y que la aparente caridad de los que carecen de fe no es verdadera caridad, sino filantropía, pues la caridad radica en Dios.

En el campo del pensamiento social, aquel principio revolucionario, reforzado por el tópico del «paternalismo», imponía la tensión entre generaciones. Este planteamiento es en sí mismo revolucionario. Supone que la unión entre los hombres no es la que se encauza por la filiación (filiación natural familiar, filiación de los grupos religiosos católicos, filiación de escuelas doctrinales, etc.), sino la que existe por la pura contemporaneidad. Esta es la base desde la que la revolución opera contra la tradición. El natural empuje de los hijos, que aporta siempre algo nuevo, se asimila, dentro de la tradición, como algo natural y fecundo, sin romper la continuidad, formando una cadena cuyo primer eslabón está en Dios Creador y Padre «de las generaciones». En la dialéctica revolucionaria, en cambio, los hijos desvinculados de sus padres forman una «ola» común que aniquila a las anteriores y hace imposible toda continuidad.

Contra esta dialéctica revolucionaria del corte horizontal de las generaciones, debemos afirmar la continuidad vital de las tradiciones, empezando por la misma tradición de la Iglesia. Es verdad que el Concilio Vaticano II hace época en la Historia de la Iglesia, pero no es menos verdad que cuando insistimos en la idea de una Iglesia «posconciliar», en abierta ruptura con la Iglesia tradicional, estamos sirviendo a la revolución. La misma aceptación de la «filosofía de los valores», que más o menos conscientemente siguen muchos católicos al hablar de «valores», colaboran a la penetración de las ideas revolucionarias, ya que los «valores» son estimaciones accidentales, variables como las de la «bolsa de valores», y eliminan toda permanencia de «bienes» y «virtudes». El ordo bonorum, orden permanente de bienes y virtudes, del texto latino de la «Mater et Mágistra» fue dado como «jerarquía de valores»; pero con esta traducción se cae en el relativismo y accidentalismo propio de la filosofía de los valores, que viene a ser una suplantación de la teologia moral católica.

Es consecuente que la negación de la paternidad —caricaturizada como «paternalismo»— implique una disolución de la familia y, con ello, una profunda crisis de la diferencia de sexos. La familia está instituida por Dios sobre la base del matrimonio, precisamente como cauce de la tradición: como modo legitimo para la procreación, que hace posible la continuidad de la especie, y para la educación de los hijos, que hace posible la continuidad moral y cultural de las distintas estirpes humanas. Frente a esta concepción, se trata de imponer una idea en el fondo hedonística del matrimonio, como pura forma de convivencia y de compañerismo, en el que la procreación no es ya un fin esencial, sino que lo es la recíproca satisfacción psicológica. Con esto se atenta no sólo al mismo matrimonio (limitación de la natalidad y divorcio), sino aún más profundamente a la relación de los sexos. La diferencia de sexos fue creada directamente por Dios con vistas a la procreación y la complementariedad en una tarea común, y esta complementariedad natural de los cuerpos, que forman una sola carne en virtud del sacramento del matrimonio, resulta asi el fundamento de todo el orden social. Es un verdadero-progreso que se exalte la dignidad de la mujer y se la libere de postergaciones serviles, pero; la tendencia de la equiparación indiferenciada de los sexos va claramente contra la diferencia natural creada por Dios. De ahi que, en un planteamiento católico de este tema, el principio de complementariedad de los sexos y la necesidad de mantenerlos claramente diferenciados, cada uno con su propia dignidad y aplicado según sus naturales aptitudes.

El último resultado de la revolución, que afirma como norma absoluta la igualdad de todos los seres, y especialmente la igualdad de los sexos, es la indiferencia de los sexos, que se manifiesta no sólo en la indiscriminación entre uniones legítimas y uniones ilegítimas, sino también en la indiscriminación entre uniones heterosexuales y uniones homosexuales. En este sentido, puede decirse que el homosexualismo es el último resultado de la democracia; en efecto, esta rebelión humana contra la diferencia de sexos creada por Dios es como el último fin de la revolución democrática. Desgraciadamente, el pensamiento católico, al dejarse «encarrilar» por los planteamientos revolucionarios («lucha de clases», «lucha de generaciones», «lucha de sexos»), se deja llevar insensiblemente hacia ese último resultado de la revolución democrática.

 
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