¿Qué pasa? Semanario independiente
año 9, número 440 · Madrid, 3 junio 1972 · 20 páginas
El anciano Jacques Maritain, persevera en su furor hispanófobo, característico de los herejes
Por A. Roig
El notorio enemigo de España y servidor de la causa de los rojos durante la Cruzada de 1936-1939, Jacques Maritain —al que Pablo VI hizo asistir con especialísima preferencia a la clausura del Concilio Vaticano II—, en su último libro titulado «Du Christ a l’Eglise: la personne de l'Eglise et son personnel», ha vuelto a prodigar sus ataques acostumbrados contra España; y el catolicismo que el pueblo español profesa por obediencia estricta a la Iglesia —pues hoy sufre España los constantes ataques del reformisnio vaticanosegundo por su perseverancia en mantenerse fiel a su tradición católica en la forma que antaño quiso que fuese España—, lo cual motiva un contraste inevitable al haber cambiado la Iglesia en no pocas orientaciones y decisiones temporales y seguirse manteniendo España fiel a los principios temporales que la Iglesia le alentó.
Puntualizar este hecho especial es muy conveniente, pues así se percibe más claramente el verdadero origen y alcance de la animadversión que desde importantísimos sectores de la Iglesia se siente hacia España. En la memoria de todos están ciertas montinianas declaraciones que concuerdan perfectamente con los sentimientos que hacia la España de la Cruzada siente Jacques Maritain. Es una especial animadversión que, después de Pío XII, le toca sufrir al inclaudicable catolicismo de los españoles.
Según el funesto teorizante del «humanismo integral», precursor del democratismo eclesiástico que ha dado vía libre al progresismo, «es muy normal que a los grandes concilios les sigan las grandes crisis». Lo cual no es cierto cuando se trata de un Concilio dogmático, como con respecto a España lo demostró el Concilio de Trendo y el Concilio Vaticano I, que no resultaron del gusto de los revisionistas ni de los modernistas adheridos a los principios de la Revolución Francesa.
Por lo que respecta a las descripciones de la naturaleza humana, Maritain afirma sus preferencias por Dostoievsky y otros escritores rusos.
En lo referente a las enseñanzas pontificias, para Maritain «una encíclica no es formalmente, aunque pueda serlo virtualmente, una enseñanza ex-cathedra».
En lo político y temporal, Maritain está divorciado de la doctrina católica por afirmar que el régimen democrático es el mejor porque su autoridad procede del pueblo o se fundamenta en la base. Maritain discrepa de San Pablo, en cuyas Epístolas nos enseña que toda autoridad nos viene de Dios. Ataca la validez de la proclamación de la cruzada o guerra santa al afirmar que «ha sido preciso esperar a Juan XXIII y al Concilio Vaticano II para que la idea de guerra santa sea ipso facto «frappe d'interdit» (textual). Seguidamente, denuncia «la idea de guerra santa, que fue ampliamente difundida durante la guerra de España.»
Vierte su pestífera baba contra España al afirmar que «los grandes procesos de la Inquisición española han sido procesos políticos solemnizados con pretexto de la defensa de la fe», y, por lo tanto, la imposición a los españoles de tener que ser forzosamente católicos.
Al enjuiciar la actual situación eclesiástica dice «compadecer a los hombres de Iglesia, los cuales, en la actual coyuntura, están al frente de la misma, por cuanto han de esforzarse mucho para hallar con eficaz imaginación nuevos métodos de acción. «C'est l’affaire de l'Esprit-Saint de les aider en cela» (textual).
Maritain se fundamenta en Karl Rahner para justificar la supresión del Indice y del Santo Oficio, y con respecto al sacramento de la confesión, dice así: «la aversión constatable hacia el uso del mueble llamado confesionario tiene su fundamento en el repudio de la rutina de hacer una lista de pecados cometidos para confesarlos de la misma forma que se hace la lista de la compra en el mercado; sería más deseable que estos pecados siempre los mismos —¡también son siempre los mismos los Diez Mandamientos transgredidos!— fuesen objeto de una fórmula de confesión periódica recitada por la comunidad, seguida de una absolución pública general, reservándose la confesión privada para los pecados que de verdad atormenten el alma del penitente». (¡!) ¿Acaso nc fue esto propuesto por Pablo VI en una circular reservada dirigida a todos los obispos del mundo en el otoño de 1970? De esta circular se ha sabido muy poco, y parece que los Obispos no se han atrevido a ponerla en práctica..., por causa de lo cual, en el caso de la confesión, el procedimiento ha resultado caducc e inútil la reforma propuesta. Maritain lo lamenta e insiste para que se acelere la puesta en práctica de la reforma de la confesión.
Con esta nueva aparición del teorizante del «humanismo integral», precursor «moderado» del progresismo, vuelve a aparecer el disparate en molde y la indisimulable enemiga maritalniana hacia la católica España. Como si la presente situación de la Iglesia Católica no tuviese mayores problemas que afrontar.
Toulouse, mayo de 1972