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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 8, número 408 · Madrid, 23 octubre 1971 · 20 páginas

 

¿Hacia un estado liberal?

Por Aurelio de Gregorio

En el umbral de un nuevo curso político es conveniente una mirada retrospectiva a cómo estaban las cosas antes del colapso veraniego. Uno de los grandes rasgos del curso político pasado, 1970-71, fue el desplazamiento hacia un Estado liberal; esta afirmación resume y sintetiza infinidad de asuntos, acciones y omisiones.

Los medios de comunicación social están inundados de referencias a males insólitos, hasta ahora, en la España contemporánea: la pornografía, las dichosas drogas, el aborto, el divorcio, las herejías y las filosofías falsas. Se habla mucho de todo eso, pero rarísima vez se interpretan estos asuntos como casos particulares de los principios generales que les alumbran, sostienen y defienden, que son: los documentos conciliares que establecen la no discriminación religiosa y la igualdad de derechos civiles para la religión verdadera y las falsas, para la verdad y el error, para el bien y el mal. Y la teoría de la separación de la Iglesia y del Estado, que aunque no emana directamente del Concilio, es pregonada a toda hora impunemente por el enjambre de clerchis periodistas; si el Estado desconoce a Dios, todo es, lógicamente, posible en la vida pública.

Rasgo típico de la mentalidad liberal, que de las personas físicas pasa a los Estados, es levantar tronos a las premisas y cadalsos a las conclusiones. Por eso yo, que, gracias a Dios, no soy liberal, me niego a escribir sobre las malas costumbres escuetamente, y sólo lo hago si me dejan remontarme en seguida a sus causas.

En un orden político, al Estado liberal se llega por un vaciamiento o desubstancialización de muchas cuestiones políticas básicas. Aunque a los tradicionalistas el concepto moderno de Estado no nos gusta nada, menos nos gusta vacío que lleno de bienes. Hueco y carente de ideas y convicciones, el Estado liberal convive inhibido con un pluralismo ante el cual sólo escoge cuando le obligan a ello, y entonces, claro está, se inclina por aquello que viene impulsado por una fuerza casi física mayor.

A una situación semejante puede llegar también cualquier Estado cargado de buenas intenciones si sus servidores han perdido la ilusión de promoverlas porque están escandalizados con inmoralidades administrativas que les lesionan.

Quienes se aperciben de que un Estado empieza a deslizarse hacia el liberalismo pueden seguir dos conductas para salvarle: una, tratar de que sus ideas salgan victoriosas del juego democrático pluralista que ellos acaban por aceptar. Otra, combatir en sí mismo ese juego democrático pluralista. En la realidad, las dos conductas tienen sus devotos y suelen estar las dos presentes en cuanto aparece el deslizamiento hacia el liberalismo. Aquí, y en adelante, me refiero a un pluralismo al más alto nivel, el de los principios; un pluralismo inferior, cuyo objeto sean cuestiones secundarias accidentales y opinables, es bueno, detiene el idealismo neoplatónico y nada tiene que ver con el liberalismo político clásico; sin este sano pluralismo en las cosas opinables, que denota vida y buena salud en la sociedad, cualquier pais daría la impresión de un estatismo anticristiano, de estar ocupado por un ejército enemigo.

La primera conducta, la de aceptar a priori la lucha de partidos con el sufragio universal, con la esperanza de vencer inmediatamente después en esa lucha, suele ser seguida por los que se ponen nerviosos fácilmente. Los entusiastas del combate permanente acuden con gran generosidad al terreno y al planteamiento escogidos por el enemigo y sus cómplices interiores, al enfrentamiento democrático directo al margen del Estado-espectador. Con su prisa irreflexiva lo que hacen es dar por bueno y consolidar ese terreno y esas reglas de juego que tarde o temprano les serán adversos. Baten al enemigo, pero el principal resultado de su esfuerzo va a parar al disimulo de la complicidad, la cobardía o la traición de los que desde dentro del Estado le han dado facilidades, le han entreabierto las puertas a ese mismo enemigo y trabajan por el Estado liberan A pesar de estar batido aparentemente, el marxismo encuentra una garantía absoluta para su revivir en la marcha colectiva hacia el Estado liberal. Estos impulsivos generosos sacan las castañas del fuego a los cómplices, disimulando su defección y permitiéndoles con ello seguir en sus puestos saboteando al Estado.

Más inteligente, aunque menos vistoso, hubiera sido abstenerse de luchar por libre contra el enemigo —más concretamente pienso en el marxismo en la Universidad— y usar su presencia, escandalosa, para poner de relieve la complicidad de quienes teniendo obligación de reprimirlo, en sus manifestaciones exteriores y en sus orígenes, no lo hacen. Esta última es la conducta preconizada por los que tratan de detener el deslizamiento hacia el Estado liberal desde el propio Estado, que a veces puede enfermar transitoriamente, si, pero que está muy lejos de ser desahuciado. No son partidarios de dar por perdido, de entrada, lo que tanto ha costado, ni siquiera con la esperanza, poco fundada, de rescatarlo después en las urnas, cerrando un ciclo democrático costosísimo sin más significación, explicación o beneficio que la búsqueda, en vano, del aplauso extranjero. Siguen la regla de oro de no anticipar los acontecimientos y la evangélica de dar a cada día su malicia; si fracasan, no por ello serían excluidos de la nueva táctica adecuada a la lucha democrática propia del Estado liberal ya plenamente constituido.

Cualquier Estado debe y puede curarse de las infiltraciones democráticas y marxistas, pero para ello lo primero que tiene que hacer es ponerlas en evidencia. Cuando se remedien, él solo se bastará, con el discurrir natural del orden de las cosas, para batir a sus enemigos sin necesidad de que los entusiastas se tomen la justicia por su mano.

Las dos conductas se diferencian, entre otras cosas, por el orden de prelación de sus objetivos: los impulsivos y generosos buscan primero al enemigo y después, o nunca, a los cómplices; los más racionalistas creen que es mejor empezar primero por los cómplices que por los enemigos declarados. Enemigo y cómplices; cómplices y enemigos. ¿Cuál es el orden verdadero a seguir? Ese es el meollo de la cuestión. Hay dos criterios para resolver este problema. Uno, la determinación en cada momento de las magnitudes de los enemigos y de los cómplices y su recíproca relación. Hay dos situaciones: el enemigo pequeño e incipiente coincidiendo con muchos cómplices; otra, cuando el enemigo es manifiesto y poderoso los cómplices disminuyen. En la primera situación, parece mejor dar preferencia a batir primero a los cómplices y después al enemigo; en la segunda, es preferible empezar por batir al enemigo directamente, como hubo que hacer el 18 de julio.

El otro criterio es la explicación que daba el conde de Maistre el siglo pasado a los contrarrevolucionarios franceses: «La Contrarrevolución no es una revolución de signo contrario, sino lo contrario de una revolución.» Esto es difícil de entender. El propio Maistre se extiende al formularla en lamentarse de lo mucho que le cuesta a su gente asimilar esto. Nuestra comprensión se facilita por unos sucesos próximos de los que habló la prensa el invierno pasado, a saber: 1) Un grupo de revolucionarios coloca unas banderas rojas en la Universidad; 2) Las autoridades académicas no intervienen; 3) Un grupo de tradicionalistas las quita. Definición del episodio: se ha producido una revolución de signo contrario, pero no una contrarrevolución. El fenómeno contrarrevolucionario se hubiera producido si los tradicionalistas, en vez de proceder al margen del orden natural, como los rojos, se hubieran aplicado a restaurar éste, obligando a las autoridades académicas a retirar, ellas, las banderas rojas, porque ésa es misión suya, y no de los chicos, en el orden natural de las cosas. De manera que, según el conde de Maistre, el esquema auténticamente contrarrevolucionario sería: 1) Un grupo de revolucionarios coloca unas banderas rojas en la Universidad; 2) Las autoridades académicas no intervienen; 3) Un grupo de tradicionalitas obliga a las autoridades académicas a retirar, ellas, las banderas rojas.

Cualquiera que sea el orden que se elija, enemigo o cómplices, cómplices o enemigo, nunca habrá que perder de vista el gran principio militar de que la última fase del combate es la exp'otación de la victoria; sin ella no hay victoria propiamente dicha. Es decir, que carecería de sentido batir al enemigo y después detenerse, amables, ante los cómplices. Seria tan grotesco como imaginar que los gobernadores militares que pacificaron sus plazas el 18 de Julio hubieran puesto a continuación telegramas de adhesión a Casares Quiroga. Contrariamente, para edificar el nuevo Estado se depuraron muchas responsabilidades políticas bastante distantes de la intervención directa en los motines callejeros.

 
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