¿Qué pasa? Semanario independiente
año 8, número 405 · Madrid, 2 octubre 1971 · 20 páginas
Tiempo y psicología
Por J. Ulibarri
Son hechos importantes de la actual crisis las aceleraciones en la tramitación de las dispensas sacerdotales y en las separaciones matrimoniales. Antes, la admisión, sustanciación y resolución de estas demandas eran larguísimas, laboriosas y costosas. Ahora se están haciendo rápidas, sencillas y baratas, con lo cual su número y sus frutos han aumentado de manera tal, que el fenómeno parece, tanto como cuantitativo, cualitativo.
Otro rasgo de esta crisis es el desprecio por lo accidental, que está presente en todas las transformaciones que contemplamos. La lentitud o la rapidez en la tramitación de los procesos dichos también se considera cosa accidental y, por tanto, sin importancia. Es posible que la velocidad no tenga gran relación con la ontología; pero en psicología, que es la vertiente humana de los problemas, es realmente importante. La cantidad de tiempo dedicada a una cuestión influye no poco en su conocimiento; la concedida al proceso de decisión puede hacer que éste sea correcto o erróneo, y la que media entre la decisión y la ejecución influye en la adhesión de la voluntad a esta última. Por ello, la rapidez en la tramitación y fallo de los procesos dichos encadena a frutos irreversibles y permanentes, que, imaginados con más lentitud, algún tiempo después hubieran perdido espontáneamente su carácter vehemente apetecible y hubieran parecido indeseables.
El saber popular aventaja en esto a los responsables de estas innovaciones, porque siempre ha sido partidario cachazudo de la lentitud, meditación y parsimonia en el obrar. Contrariamente, esas locuras colectivas que son las revoluciones coinciden todas en idolatrar las altas velocidades.
Recuerdo dos anécdotas en que se valoró correctamente la velocidad lenta que convenía a sendos asuntos.
Tuve yo un amigo que era pieza indispensable en el funcionamiento de un juzgado de partido; pero vivía, como yo, en la capital de la provincia y se limitaba a ir por su juzgado una vez por semana. El era del Opus, y yo, no. Con un celo que aún agradezco, me exhortaba a unirme a ellos, y a la vez a fundar mi vida espiritual en la perfección del cumplimiento de mis obligaciones profesionales. El insistía, pero yo, bohemio, no pasaba por el aro. Un día yo estaba de muy mal humor y le respondí: «Tú mucho predicas pero al juzgado no vas más que una vez por semana, en vez de todos los días estar allá.» Él, con admirable paciencia, me respondió afable: «Es que en mi caso la perfección está precisamente en no ir, en perder tiempo; si yo fallara las denuncias y querellas inmediatamente después de su entrada, sería una catástrofe la mayoría se formulan a impulsos de la ira y de la soberbia v vo haría, con esa falsa diligencia a que me invitas, que cristalizasen irrevocables e indelebles, de por vida. En cambio, si me retraso y las dejo dormir unos días, la mayoría de las veces las nartes se serenan, se reconcilian, se toman unos chatos, abandonan su acción, olvidan el asunto y viven ellos y el pueblo en paz.»
La otra anécdota es puramente eclesial. Hube de acompañar a una clienta mía al altísimo tribunal eclesiástico que entendía su causa de separación matrimonial. En cuanto fuimos recibidos por uno de sus miembros le dijo con intemperancia que parecía mentira que tardaran tanto en hacer avanzar su asunto. El otro, hierático y exquisito, le respondió: «Es que la Iglesia, que es muy sabia, procura tardar un poco, a ver si así se le pasa la ilusión a alguno de los tres...»