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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 8, número 376 · Madrid, 13 marzo 1971 · 20 páginas

 

Democracia y ordinariez

Por P. Echániz

Dos hechos están a la vista del más superficial lector de periódicos y observador de nuestras situación. Las ideas democráticas han irrumpido, si no en el fuero interno de los españoles, que tienen más memoria y sentido común de lo que a veces parece, sí en los medios de comunicación social, que los envuelven con la pretensión de lavarles el cerebro. el otro es una ola de mala educación general, que igualmente alcanza penetraciones y extensiones sorprendentes, impulsada, entre otros motores, por la televisión y el cine norteamericano. Menos evidente es que hay una relación profunda entre ambos hechos, que los hace solidarios y difícilmente separables, a ponerla de manifiesto dedico las líneas siguientes.

Hay precedentes nacionales y extranjeros. La Segunda República, que fue el único período de auténtica exaltación democrática en este siglo, tuvo entre sus rasgos más acusados la ordinariez. Recuerden el principio de aquel ingenioso juego de palabras que circuló en los años del hambre, de la inmediata postguerra: cuando la Monarquía, se comía realmente bien; cuando el General Primo de Rivera, generalmente, bien; cuando la República, ordinariamente, mal; etc. Su himno, el de Riego, que era, al fin y al cabo, el nacional del momento, se oía sentado y sin descubrirse, mientras se formaban parejas que le hacían bailable, como la Carmagnola. Cundieron, con carácter deliberado y premeditadamente antiseñorial, el «sin-sombrerismo» y el «sincorbatismo»; en la prolongación roja de aquella situación, ir bien vestido era jugarse la vida. La suciedad, los malos modales y las palabras malsonantes se generalizaron y contribuyeron a enrarecer el ambiente. En el extranjero, recordemos los «sans-coulottes» de la Revolución Francesa, y los «descamisados» tumultuosos de alguna parte en otros más cercanos tiempos y revoluciones. Actualmente, los hippies muestran en el mundo entero la misma coincidencia del culto a la igualdad, esencia de la democracia, con la suciedad y los malos modales.

La ordinariez es la falta de inihibición de la conducta instintiva ante la presencia de otras personas. La cual puede ser consecuencia de un trastorno mental claro, como el autismo de la esquizofrenia, o leve y constante en ciertas épocas de la vida, como la niñez y la extrema senilidad. Pero en el hombre maduro y mentalmente sano es debida o la falta de aprendizaje o, sobre todo, al aprendizaje del error de que no debemos ninguna consideración a nuestros semejantes, que serían en todo iguales a nosotros. Y aquí viene la articulación con la democracia. Porque ésta, que nace de la hipótesis de Rousseau de que el hombre salvaje es bueno y son las «estructuras» las que luego lo han estropeado, y que, por tanto, hay que volver al estado de naturaleza, lo primero, y lo que más claramente consigue es la vuelta a la ordinariez del salvaje, que no tiene pudor ni recato ante sus semejantes. Y con cierta razón, porque no les considera ni portadores de valores eternos ni cumplidores de una misión superior a la que podría nacer de un mero contrato social y regida por leyes de él dimanadas. No reconoce más vínculo que el nacido del contrato social pactado en pie de igualdad.

Como los antiguos caóticos griegos, el demócrata auténtico no cree en otras leyes, ni divinas ni humanas, a diferencia de los cosmológicos que les oponían una visión armónica del universo; la armonía implicaba jerarquía, que la democracia aborrece, y la jerarquía, respeto, es decir, un reconocimiento, al menos externo, de la misma mediante un conjunto de signos convencionales que forman parte de lo que llamamos buena educación. Al insertarse en un orden, no digamos si en el orden, el hombre se individualiza y perfecciona, se depura y ejercita en el dominio de sí mismo, se responsabiliza con una función, todo lo cual se refleja y condensa en lo que llamamos buenos modales, buenas maneras, elegancia. Pero es que la democracia es el desorden, la negación del orden y, consecuentemente, la negación de engranajes en los que cada hombre sea una pieza única y distinta de todas las demás. Por eso, el demócrata desprecia los uniformes, las ceremonias, las condecoraciones y cuanto sea diferenciador, todo eso fastidia a su talante; paralelamente, ese mismo desprecio está en las raíces de la mala educación.

Los escritores religiosos hilan muy fino al tratar de las relaciones de vecindad entre la buena educación y la caridad. Son dos cosas distintas que no hay que confundir. Se puede mostrar una educación esmeradísima por fuera y mantener por dentro encendido un odio vivísimo; en un hombre mostrenco pueden coincidir una viva caridad y cierta zafiedad. Pero estos casos no son excepcionales; lo que hay que retener, lo habitual, es que la desconsideración en las relaciones sociales va unida a una frialdad distinta de la caridad, y que la corrección y los buenos modales inclinas a la caridad, la facilitan y fomentan. La democracia, al ignorar el mundo sobrenatural, ignora la caridad, que sustituye por la filantropía, y priva así a la buena educación de una sus más profundas inspiraciones.

 
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