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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 7, número 330 · Madrid, 25 abril 1970 · 24 páginas

 

¿Libertad lingüística?

Por Arturo Romero

Cuando este modesto comentario aparezca ante la vista del curioso lector que leerlo quisiere, quizá esté ya refrendado con toda la fuerza de las leyes vigentes el proyecto por el cual se ha solicitado el que las lenguas vernáculas que perviven en España sean enseñadas oficialmente en todas las escuelas regionales afectas más o menos intensamente a aquéllas.

Hemos leído y oído bastantes otros comentarios, más altos desde luego que el nuestro, en favor político del proyecto en cuestión. Ya sabemos que en nuestro país, y debido a nuestra idiosincrasia —que, en resumidas cuentas, no viene a respetar mucho la diversidad regional y se manifiesta casi siempre como un curioso fenómeno colectivo español—, cualquier circunstancia nueva, cualquier experiencia inédita, cualquier renovación más o menos espontánea cuenta, de salida, con una gran mayoría de seguidores precisamente por eso: porque se trata de algo nuevo.

Asi nuestro caso. El que en nuestra Patria hubiese aún personas que hablasen —más o menos ortodoxamente, que ésa es otra cuestión— el vascuence, el gallego o el catalán, el valenciano, el bable y aun otras lenguas menores, más muertas éstas últimas que vivas, era hasta ahora algo tan al fin y al cabo familiar, conocido, consustancial con esta pluralista y sorprendente a propios y extraños España nuestra, que casi nadie se paraba a pensar en dicho fenómeno de puro evidente. Era como cuando pasamos a diario por un mismo lugar, viendo y oyendo las mismas cosas, a las que acabamos de percibirlas indistintamente, sin verlas ni oírlas detenidamente en realidad, de puro naturales que son para nosotros.

Pero de pronto se nos dice que aquellas lenguas van a ser objeto de enseñanza oficial en las escuelas primarias y medias, suponemos. Y aquí —perdónesenos, a tenor del «contraste de pareceres»— surge nuestra sorpresa. Sorpresa que, desde luego, queremos razonar y fundamentar.

En todos los comentarios favorables al proyecto presentado a las Cortes para su definitiva aprobación observamos mucha más dosis de sentimentalismo que de realismo práctica, de ideal romántico que de aprehensión del momento presente y, sobre todo, de las consecuencias futuras a que nos puede llevar el proyecto lingüístico que nos ocupa.

Porque, ¡seamos sinceros, señores! el adiestramiento a los futuros colegiales en la lengua de Rosalía de Castro, del legendario «Juan de Alzate» barojiano o de Mosén Verdaguer, fuera del ámbito literario y costumbrista, ¿pretende llevar implícita una finalidad práctica? En todas las regiones españolas con lengua vernácula es obvio decir que la única utilizada para el desarrollo público de la vida cotidiana es la castellana, que no solamente es la «oficial» —como reticentemente se dice en algunos ámbitos regionales...—, sino que además la no vamos a decir unánimemente —por respeto a las minorías—, sino mayoritariamente habla castellana es la escogida para entenderse los unos con los otros. En el sector público y en el privado, pues nunca hemos oído que se pacten contratos de negocios en vascuence —aunque vascas sean las dos partes firmantes—, ni que en las Corporaciones municipales y provinciales de Galicia, por ejemplo, se hable en gallego, acentos aparte, que en eso no entramos.

Esto en cuanto al presente y al pasado. Por lo que respecta al futuro... La lengua propia es aquella que se aprende en la escuela del hogar, que se balbucea miméticamente de niños al oírsela hablar a sus mayores, que se mama, en una palabra. Pero al niño que tengan en adelante que enseñarle en su colegio —al que llega sabiendo ya a hablar— el vascuence, el gallego o el catalán, y si no es de fuera de España le enseñarán otra lengua además de la que ya usa, porque es la hablada en su casa: el español.

Sigamos con las consecuencias. Se ha suprimido o se acabará por suprimir del todo —la polémica ha sido de las buenas— la enseñanza oficial del latín y del griego, calificadas de «lenguas muertas». Muchos niños de toda España habrán o respirarán al verse libres de tal árida obligación. Pero he aquí por dónde las verán sustituidas por unas vernáculas que, con todos los respetos, no tienen la milenaria esencia cultural y trascendente, amén de universal, de aquellas del Lacio y de la Hélade. En una escuela catalana, por ejemplo, ¿el niño castellano, por otra parte, se verá obligado a estudiar el catalán como antes el latín o el griego, o tal circunstancia será optativa? Pensemos también en que existen muchos niños de regiones vernáculas —así como mayoría de pers sonas adultas— que ni siquiera en su casa hablan la lengua primitiva. En tal caso, dichos niños —y si la enseñanza idiomática que comentamos fuese declarada obligatoria— se verían forzados a estudiar, examinarse y aprobar en su caso una lengua nueva y desconocida para ellos. Y otro ejemplo: qué le resultará más práctico al niño para el día de mañana, ¿aprender el vascuence o el inglés? ¿Con cuál de los dos puede, por ejemplo, ingresar en la carrera diplomática, en un puesto ejecutivo de una gran Empresa o desenvolverse en la vida moderna con más facilidad? Si traspone los Pirineos —otro ejemplo—, ¿le servirá de algo el gallego?

No queremos cansar más a nuestros posibles lectores. El denostado latín, idioma universal en general y europeo en particular, fue descuartizado en multitud de idiomas arrancados de su mismo tronco. El resultado fue que hoy los europeos no se entienden entre sí —ni en ese aspecto ni en otros muchos—. En España siempre nos hemos entendido todos —del Norte y del Sur, del Este y del Oeste— en español. Pero si éste, en la vorágine reformista, va a ir quedando reducido a otra lengua vernácula más de las Españas..., con los mismos derechos que las otras, asistiremos al desasosegante drama de, a poco que corramos en coche, sentirnos extranjeros e incomprendidos en nuestra propia Patria. Empleando un símil religioso, la Ley de Libertad Religiosa se aprobó en función de la existencia de un número exigente de españoles no católicos, que a la hora de la verdad y de las manifestaciones públicas religiosas no aparecen por parte alguna... Que no nos vaya a ocurrir —por la pérdida de tiempo y demás que ello significaría— otro tanto con la «libertad lingüística es lo que deseamos para la todavía España unida.

 
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