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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 5, número 210 · Madrid, 6 enero 1968 · 22 páginas

 

La seguridad del Estado en 1968

Por Manuel de Santa Cruz

La seguridad del Estado es en lo colectivo algo parecido al instinto de conservación en lo individual. Interesa, pues, saber de qué enfermedad mueren los Estados. De varias, aparte del suicidio, según las latitudes y las modas; pero una de las más frecuentes maneras de acabar es de revolución, del cambio violento de colocación de lo que estaba abajo, arriba, y viceversa. Esta enfermedad, mortal o gravísima, que hay que prevenir y evitar, se produce por la coincidencia de dos factores: infiltración ideológica y agitación callejera. Ambos son necesarios, pero no son suficientes; uno sin otro no hace nada, y por eso avanzan en dirección convergente, como buscándose; aunque cada uno es impresdindible, en cuanto a cantidad puede ser suplido, en cierto grado, por el otro: a mayor infiltración ideológica hace falta menos violencia; una fuerza más grande exige menos complemento doctrinal que una pequeña.

Sirva lo dicho de base para comentar uno de los principales sucesos del año que acaba, la devaluación de la peseta y las consiguientes disposiciones oficiales tendentes a la estabilización de los precios. Aun los periódicos de mayor seriedad tipográfica (de la otra no quedan) rompieron su habitual compostura para resaltar vivamente la nueva política monetaria y de austeridad. Este sensacionalismo le gustó a la gente, que sin entender de economía comprendió al vuelo que habrá que apretarse el cinturón; pero que al mismo tiempo recibió la impresión de que había energía en el mando, que había autoridad, y esto es verdaderamente lo más importante para cualquier sociedad. Más vale mandar mal que no mandar nada. Si la falta de decisión es mala en cualquier materia, en la política de precios resulta pésima. Porque la agitación callejera sólo puede nacer y crecer con el malestar económico; ningún nivel material, por elevado que sea, puede detener las críticas irresponsables; pero de éstas a la violencia hay una ancha zona que no suele franquearse a nivel de cierto nivel de vida. Las medidas que parece nos lo van a asegurar, la propia devaluación y la poda de la administración, tienen por ello, además, el enorme alcance político de dificultar, de alejar los desórdenes que anuncian y alumbran las revoluciones. Vistas las cosas con este alcance, aun los más fríos y egoístas convendrán en que las pérdidas que sirvan para asegurar el orden público son la mejor inversión.

Pero esta falta de ambiente económico propicio para disturbios puede ser suplida, a efectos revolucionarios, por una mayor infiltración ideológica enemiga, por un crecimiento compensador del otro factor complementario. Por eso, aunque el debilitamiento de cualquiera de los dos soportes dichos de una revolución en general es un gran éxito para la seguridad del Estado, ésta sólo es real y completa en la medida en que los dos pies de la revolución, y no solamente uno, retroceden a la vez. Una infiltración ideológica profunda puede esterilizar los sacrificios económicos aceptados gustosamente para asegurar el orden público.

De cuánto ha avanzado la infiltración enemiga desde la promulgación de la vigente Ley de Prensa no es necesario hablar en sentido retrospectivo. Nuestra conducta futura ha de partir del convencimiento de que tenemos que valernos por nosotros mismos sin esperar otra ayuda que la de Dios, imprevisible. No podemos ser espectadores de la historia, porque no habrá más historia favorable para nosotros que la que protagonicemos nosotros mismos. Hay que estudiar, escribir, replicar. Y otra cosa, dura y desagradable, pero que ya no podemos silenciar más: en el año 1968 es necesario repetir uno de los fenómenos sociales más llamativos del año 1931, que fue el desplazamiento masivo y rápido del dinero que los católicos vertían en la beneficencia, hacia las luchas ideológicas.

 
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