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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 4, número 205 · Madrid, 2 diciembre 1967 · 24 páginas

 

Comunismo y Capitalismo

Por Fernando Luis Gracia

Querido amigo: Los teóricos de la política y la vida se esfuerzan en subsanar los defectos de nuestro mundo con soluciones que intentan ser geniales, porque según sus lanzadores están pensadas teniendo en cuenta la nueva mentalidad, la nueva humanidad y todas las novedades que puedan añadirse. Pese a todo es un hecho que el mundo sigue igual o peor. El hombre cada vez más minimizado, menos importante aunque su dignidad sea propaganda de comunistas, capitalistas y cuantos quieren atraer las masas a sus ideas: por más que anuncien que esta civilización hija del átomo es antropocéntrica, o lo que es igual hecha para servir a todos y cada uno de los hombres. En la práctica social, el individuo sujeto de derecho o política se ha visto desplazado por el hombre masa, que es el hombre sin nombre ni rostro que únicamente se le tiene en cuenta y se le concede atención si forma parte de la sociedad multitudinaria; fuera de ella no sirve, no cuenta, ha sido vencido por el hombre colectivo protagonista de los socialismos y liberalismos más acérrimos.

Sería fatuo empeño, que rebasaría el objeto de estas cartas, proponerte mi solución donde tantos han fracasado. Ten en cuenta además que lo que yo te dijera carecería felizmente, de originalidad porque sería la reafirmación de los más clásicos pensamientos, celosos mantenedores de la luminaria de la libertad y dignidad humanas templadas en el orden de una sujeción a lo divino y a ideales de limpio desinterés y perfección en la política humana.

Particularmente, tengo una medida de obrar y sentir que aplicada a grandes problemas produciría provechosos resultados. Y es que las instituciones no son recipientes en los que quepa todo y permanezcan insensibles a los cambios interiores; ni las ideas tan absolutistas que impongan soluciones contrarias a la misma naturaleza de las cosas. Es lo que yo llamo «no forzar el concepto», no utilizar políticas para lo que no sirven, cambiando la esencia y el fin de las cosas. No convertir, por ejemplo, la monarquía, que por definición es personal, en la farsa de los reyes constitucionales, o el ejército que es oficio de armas en escuela o cámara sustituyendo el mando por la democracia dejando a un león sin dientes, que por cierto es lo que muchos desean para poder obrar más inicuaménte y sin miedo al castigo del orden. En las ideas no deben forzarse hasta reducirlas al absurdo. No puede jugarse con la condición y fin del hombre desvirtuándola, haciéndolo salir de su concierto universal para, pretextando liberalizar, cambiarlo, atarlo con cadenas más sutiles y en verdad más humillantes.

Muchas veces los hechos y noticias escuetas nos hacen perder momentáneamente la verdadera dimensión de los problemas. Es cierto que la situación internacional vigente en el mundo puede aparentar el enfrentamiento de bloques mejor o peor delimitados. Pero por encima de este enfrentamiento de nacionalidades hay otros supranacionales, unas formas y sentidos de vida que si pueden enfrentarse y son irreconciliables, son diversas formas de un mismo hecho, cual es el desprecio al hombre y sus valores fundamentales. Y esto supone una injusticia que si puede pasar desapercibida para muchos, yo considero más irritante que las diferencias y problemas socioeconómicos: el desprecio de los valores humanos, que son lo único que distingue al hombre de los demás seres vivientes.

Tenemos un alma y una capacidad de vivir según unos dictados irrenunciables. Desgraciadamente no todos pueden formarse su propio criterio y viven de la imagen deformada que otros les facilitan sobre cosas de vital interés. Mentes falaces han hecho creer que no hay otra tiranía que la dictadura de un hombre, sujeción política que cercena la libertad física, o de un dios, mito que esclaviza la mente y colabora íntimamente a tolerar y aumentar la dictadura política. Anulan a Dios, supremo consuelo y fin humano; y en el más bajo escalón de la vida política desdeñan la posibilidad de que cada comunidad pueda autocorregirse del modo que prefiera, y evitan que surjan poetas de la política que enamoren a un pueblo de ambiciones hermosas. Pero además tratan al hombre como un animal cualificado, cuya razón y fin está en el mundo y dentro de él la sociedad opulenta del bienestar material, aunque sea a costa del pensamiento, esta maravillosa facultad cuya más pequeña manifestación basta para proclamar que algo tan perfecto no puede morir, tiene un destino más grande y excelso. Esta serie de consideraciones son las que se debaten entre las dos fuerzas que se reparten el mundo: comunismo y capitalismo, que por caminos distintos llevan al mismo objetivo de anulación del hombre, por más que sus choques puedan hacer pensar que no tienen nada en común y que uno de ambos será bueno; sus diferencias son disputas de ambición, fricciones inevitables de un ruin imperialismo.

El comunismo históricamente es la reacción de las capas inferiores de una sociedad (la rusa) contra las superiores, reivindicando unas reformas que sin duda podrían haberse realizado por medios no violentos, pero inspirado por explotadores de la miseria se convirtió en la orgía de maldad que conocemos. Este movimiento adquiere dimensión mundial y piensa que la causa de la injusticia se halla en la debilidad física humana que hace que unos hombres sirvan a otros; por eso se promete liberarlos sometiéndoles a la máquina, quitándoles lo que distinga a un hombre de otro, las ideas que puedan justificar la división y servidumbre. Fuera de las patentes aberraciones y contradicciones doctrinales, en la práctica ha venido a ser el elemento humano un simple esclavo de su trabajo, de la máquina a la que sirve; con un interior vacío, sin posibilidad de fin trascendente. El hombre se degrada, es un instrumento más, sin pensamiento propio, sin dignidad. Y por tanto su vida, su sentimiento, apenas cuentan en la civilización atea e industrial de la que es peón y engranaje ínfimo.

El capitalismo considera al hombre un factor de la producción; necesario pero igual a los otros, sometido a la ley de la oferta y la demanda, y que si se le tiene en cuenta es por ser susceptible con su esfuerzo de producir más lucro y beneficio. No es que lo desprecie, es que no resalta, no le concede categoría especial; lo equipara a la materia prima y lo explota como puede. Es uno mas, jamás el más importante. Y sobre el hombre, fuera del ciclo productivo, tampoco importan sus sentimientos si se oponen a él; el género humano se ve como un mercado que hay que saber aprovechar. Los países se ven en realidad regidos por una élite mercantilista que se opone al poder político, lo mediatiza y domina; recurso histórico y moral de estas naciones es vulgar, egoísta y disoluto.

Ambos sistemas son así, y no disminuye esta verdad el que uno se disfrace de libertador de pueblos y enmendador de desigualdades e injusticias sociales, y el otro de cristiano, a veces, o de portador de la civilización. Los dos coinciden en entender la libertad como sujeción a una cosa distinta: la sociedad y el partido en un supuesto, y la conveniencia económica en otro. Su fin común es la dominación mundial sometiéndolo a su ortodoxia; el capitalismo porque acomodando la política a la economía necesita incesantemente mercados cada vez más extensos, y el comunismo debido a que precisa estar siempre en movimiento para no dejar tiempo a sus miembros de recapacitar sobre su propia esclavitud y abandonar tal doctrina buscando las satisfacciones internas que el comunismo jamás puede ofrecer ni sustituir por los mitos de la técnica y el superhombre.

Las eventuales fracciones de verdad que tengan estos idearios no son suficientes para evitar que en bloque deban de ser condenados tanto el uno como el otro. Y es error clasificar a todo revolucionario de comunista y a tradicionalistas de capitalistas, sin negar las influencias reales de aquellos sistemas sobre estos sectores de pensamiento y acción.

Humanamente es ridículo contemporizar adoptando leves socialismos o en las economías marxistas conatos de liberalización. Como en política, donde es estúpido tomar en consideración posturas centristas a caballo de partidos y doctrinas extremas, porque la verdad en ningún modo se halla tomando elementos de todos las posiciones, en alguna de las cuales, por lo menos, ha de haber error; y esos grupos representan coincidencia circunstancial de intereses y se nutren de aprovechados, tibios e indecisos.

Se impone un cambio total, otro sistema que no sea resumen ni derivación de éstos; una fuerza nueva o antigua, eso es lo mismo, pero que posea el atractivo suficiente para impresionar a la gente, una fuerza que cumpla el deseo de aquel gran Pontífice que auguraba: «que es todo un mundo lo que hay que cambiar desde los cimientos». En lo social, vencer el carácter acomodaticio del hombre. Es cierto que el instinto vegetativo influye con la tendencia a la indiferencia, y lo peor y lo mejor son facetas que surgen cuando las incitan; aquéllos halagarían la primera; nosotros hemos de servir lo mejor; aunque duela y cueste, es preferible al ser abúlico y sin ansias de superación.

No era otra cosa lo que pretendió José Antonio ni lo que está logrando nuestro Caudillo, por más que haya quienes procuren desvirtuar esta obra convirtiendo a España en un feudo del capitalismo industrial y bursátil, o trabajando arteramente para entregarla al comunismo y sus aliados, enemigos seculares de nuestra Patria. Hubo hombres como Hitler y Musolini que, profetas de los peligros en que nos hallamos inmersos, intentaron evitarlos, al igual que otros estadistas modernos relegados al olvido por interesados silenciadores; a pesar de sus errores y excesos, algún día, en que se juzguen imparcialmente sus figuras, se sabrá su supremo error: oponerse a estas fuerzas y buscar para sus pueblos lo mejor. La historia le agradecerá su sacrificio en defensa de Occidente.

Convéncete, querido amigo, que éstas son las fuerzas que mueven al mundo y su dinámica es la rectora de los movimientos de todo tipo que lo sacuden. ¿Todos? Hay otros movimientos, desdeñados, aislados, olvidados por las crónicas, que prefieren resaltar la inmundicia antes que la virtud, temidos de quienes los ahogan porque saben que en ellos está su ruina. Me refiero al renacer del hombre, a esa toma de conciencia de su dignidad y misión que en cualquier tiempo, en cualquier país, aviva el rescoldo de la esperanza y está presto a triunfar imponiendo una era distinta, rara pero por lo mismo más preciosa. Merece la pena creer y luchar, ser íntegros en la intransigente posesión y guarda de los valores que, despreciados y olvidados hoy, ten la que seguridad que son verdaderos porque son eternos.

 
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