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¿Qué pasa? Semanario independiente

año 4, número 203 · Madrid, 18 noviembre 1967 · 24 páginas

 

Por el túnel del tiempo: Don Juan Vázquez de Mella traído a 1967. La legitimidad de origen y de ejercicio

Por Juan Vázquez de Mella

¿Y cuándo es legítima la autoridad? Cuando en su existencia, en su origen y en su ejercicio se conforma con la jerarquía de los fines y de los derechos religiosos y sociales.

Con la de los fines, reconociendo la dependencia de los superiores enlazados en esta forma invariable: la sociedad es un medio para el hombre, y por eso está subordinada a su fin último; la autoridad-poder es un medio para la sociedad, que no puede existir sin ella, y por eso le está subordinada, y por eso está subordinada a sus atributos y debe expresarlos. El sujeto de la autoridad es un medio para el poder y le está subordinado. Tal es la jerarquía interna de la autoridad. No se puede alterar una sola categoría sin herir las demás. La inversión de los fines, que es el desorden, predice la revolución o la tiranía, y si es permanente, la muerte. si el sujeto de la autoridad subordina a la forma, como esta tiene por sustancia al poder mismo, lo subordina a la forma, como esta tiene por sustancia al poder mismo, lo subordina también, lo que es subordinar la sociedad al someter a su voluntad uno de sus elementos constitutivos; según sea la subordinación total o parcial, así será la tiranía.

Si el poder subordina a la sociedad, es un elemento constitutivo que absorbe a los demás. Un atributo parcial, que quiere comprender en una todas las demás soberanías y el centralismo absolutista las aniquiliará.

Si la forma subordina al poder, se repartirá sus facultades y le dividirá conforme a una simetría exterior, haciendo depender lo interno de los externo y buscar los límites en la contraposición de los fragmentos divididos del poder, como sucede en el parlamentarismo, y no con los límites exteriores y orgánicos de la soberanía social.

Finalmente, si la sociedad subordina al hombre no en su fin temporal, sino en su fin último, le convierte en parte o accidente, y absorbe su personalidad en la suya, que es el Panteísmo de la Estadolatría.

Como se ve, las enfermedades y los descarríos del poder público nacen de la alteración de sus fines y del de sus relaciones con los otros poderes sociales, que deben ser normas de su legitimidad.

Esta puede ser de origen y de ejercicio. La primera se refiere a la adquisición del poder soberano, ya sea por una ley de sucesión o de sufragio, o por un hecho que, sin lesionar derechos, confiera el poder. La segunda consiste en la conformidad de su actuación, con lo que llamaré la trilogía de los derechos: el divino-positivo, que expresa la constitución de la Iglesia; el natural, que expresa las bases de la constitución social, y el histórico, que expresa las tradiciones fundamental de un pueblo.

De la conformidad o disconformidad con las relaciones de dependencia de esas tres constituciones nace la legitimidad o ilegitimidad de la soberanía.

Según esté la sociedad, unificada o divididad en creencias diversas, y según la naturaleza y la importancia de estas divisiones, así se podrá aprenciar en qué medida cumple sus deberes, conformándose o apartándose de la relación religiosa, que es principio capital cuya superioridad puede demostrarse sintéticamente así:

El poder que se refiere a los interno y a lo externo será siempre superior al que se refiere a lo externo y temporal.

Para negar esa superioridad y la dependencia indirecta que implica hay que negar ese poder con su objeto y su fin, y para eso es precioso una de estas cosas cosas: o negar el orden sobrenatural, lo que equivale a negar al autor del natural, porque deja de serlo si no puede perfeccionarlo y elevarlo, o identificar, total o parcialmente, el poder religioso con el poder civil; dos caminos que llevan al ateísmo y cesarismo, enlazados entre sí, lo cual es ir a la negación de la libertad con el determinismo que supone el primero y la tiranía del segundo. Y sin la libertad interior ni la exterior de infringir el orden, no existe el deber, y, sin él, no existe el derecho ni el hombre, que deja de ser racional para ser cosa.

Esas relaciones y las necesidades públicas interiores y exteriores, que, siendo verdaderas y no ficticias, las condensan, son la medida de la legitimidad de ejercicio, que es superior a la de origen, pues sin aquella se puede perder esta, y con la de ejercicio se puede llegar a adquirir la de origen.

Para afirmar lo contrario habría que sostener que las relaciones inmutables con Dios, esencia de la Religión, y los derechos innatos de la personalidad humana y las bases y las personas sociales, y las tradiciones de un pueblo, eran inferiores a las relaciones establecidas por una ley humana, perpetuamente variable, de sucesión o de sufragio.

 
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